La National Gallery de Londres ha presentado una exposición que termina a finales de octubre sobre Virgina Woolf. Fotografías inéditas de la escritora y su entorno, pinturas, manuscritos, cartas… Parte de su mundo concentrado en tres grandes salas de la galería londinense donde uno puede detenerse a observar la vida y la energía que sustentaban el día a día de Virginia Woolf. Y un elemento destaca: el tiempo… Aquel tiempo en el que las personas, y los artistas en particular, podían sentarse a charlar, a compartir, a intercambiar ideas, pensamientos, sensibilidades, búsquedas creativas… El grupo de Bloombury y con él todo cuanto rodeaba a la escritora y también a su marido, Leonard Woolf, destila esa esencia literaria y artística en general que denota una profundidad, un «bouquet» que, desafortunadamente, ya no se estila en nuestro tiempo, éste de la prisa, de lo superficial, del «toda vale» y «aguántate mientras cobro». ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué nos está pasando a los seres humanos? No es cuestión de tiempos mejores pasados, no es cuestión de nostalgias, ni de miradas retrospectivas añorando otros momentos que quedaron suspendidos en el reloj de lo antiguo, PERO sí que existía y, parece estar ya en vías de extinción, un modo de vivir, de crear, de hacer que era mucho más profundo, lento, auténtico como esas comidas cocinadas por nuestras madres y abuelas que destilaban el aroma de una entregada dedicación. Se diría que ya no tenemos tiempo para tener tiempo, para entregarnos a cocinar, crear, charlar, intercambiar, amar… Profundizar. Víctimas de la prisa hemos olvidado el momento de encontrarnos, no ya con la vida y con los demás, sino con nosotros mismos y, en consecuencia, todo cuanto hacemos destila ese apresuramiento que nos condena a una superficialidad banal en cualquiera de los ámbitos en los que nos desenvolvemos. Así leemos libros que no saben a nada, vemos películas u obras de teatro que no nos llegan, comemos platos que saben a rapidez y vivimos relaciones de «fast food» con una insatisfacción imparable que se podría cambiar si nos atreviéramos a parar. Parar para sentir, para cortar una cebolla con calma, para dejarla hacerse a fuego lento, para hablar con nuestros seres queridos, con nuestros amigos, con la cajera del supermercado o con el vecino, para pasear y no correr encerrados en nuestros vehículos, para sentir la Vida y ahondar en ella a fin de darnos cuenta de que estamos vivos y, desde esa conciencia, erradicar la prisa para crear en todos y con todos los sentidos.

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